martes, 5 de junio de 2012

Piedra

Es rara la manera en que desde hace tiempo se relaciona a la sensualidad y el erotismo con colores vivos. Uno piensa en los contornos vivos, en los cuerpos. En las rosas, en la sangre fluyendo histericamente dentro de un cuerpo cuya piel erizada se estremece y enloquece entre roces erógenos; en el calor, en el sudor taquicardico que huye del cuerpo espantado por la intensa fricción que los sentidos exploran. En las fragancias fluorescentes que penetran la dilatación insostenible de las fosas nasales que, generalmente hipnotizadas, inhalan y exhalan frenéticas y húmedas porciones de aire contaminado de excitación. En las luces tenues que reflejan las pieles desnudas, deslizándose unas con otras; en las miradas blancas e infinitamente brillantes que se encienden solo cuando los párpados se resisten al inexplicable impulso de permanecer cerrados, en un suave y complejo trance que se expresa en suspiros profundos, azules... Ahora bien, estos ejemplos constan de compañia, una compañia colorida y dulce que llene de sonrisas la sonrisa y de placer a los placeres; un cuerpo con vida que se adhiera a otro cuerpo con vida. ¿Que sucede entonces, cuando la sensualidad se manifiesta en la oscura y fría soledad de una mente que goza entre risas y orgasmos a la par de un cuerpo sin vida? ¿Que sera de aquel o aquella que reemplaza las cálidas y mutuas caricias por la belleza escalofriante de un contacto frío y delicado hacia un cuerpo muerto? ¿Es esto sensualidad? Ella y él también gozan de tacto y olores, de sabores y besos eternos sobre la piel desnuda: Estos son muy distintos. La muerte se siente distinta, la muerte huele distinta. La muerte sabe distinta y, por sobretodo, la muerte trae consigo el mejor de los besos. La sensual belleza que los cautiva esta teñida de gris, y la negrura de su percepción sensorial los excita aún mas y mas en aquel íntimo momento donde un cuerpo vivo y un cuerpo muerto juegan al equilibrio perfecto. La libertad que poseen sobre la grisácea superficie es infinita, por lo tanto las intenciones sexuales son tan amplias como el fluir de la adrenalina y el sudor, esta vez helado. Pero estos sensibles e insaciables necroamantes intentan no tratar a su hermoso cadáver como a un objeto: Los besan, les hablan y los miran a los ojos tal como si sus signos vitales todavía funcionaran. En su excitada y frenética mente le dan vida al cuerpo putrefacto y así, le hacen el amor a la muerte a su suave manera, admirando la fragancia opaca que con el paso de las horas se vuelve cada vez más y más fuerte. La misma fragancia que se apodera de todo el oxigeno agitado y denso, esa fragancia que ensombrece el ambiente ebrio de placeres que pocos comprenden. Viven y gozan junto a la virtud de sentir seducción ante tal particular belleza, ante la más pálida inocencia y ante la mirada petrificada de un cadáver cuya alma se regocija en otra dimensión, satisfecha y jadeante ante tan gélido ritual. Que alegre... que eufórica se desplaza la sangre en el organismo en movimiento en relación a lo lento que se vacían las venas moribundas del cuerpo sin vida que, gracias a los mas sádicos y tiernos cuidados, no deja que la hinchazón natural en la carne le quite sensualidad. Las curvas se mantienen, firmes, dulces. Las caricias recorren cada una de las nostálgicas porciones de piel blanca, profunda. Infinitamente blanca. Una piel perdida en el tiempo, desorientada y bajo el poder absoluto de una lengua sedienta. Aunque lamentablemente toda sensualidad y atracción pasional por fin termina. Los hombres y las mujeres se rinden satisfechos, sonríen y descansan (o simplemente se aburren); los cadáveres se pudren y los gusanos sucios hacen el amor desaforadamente unos con otros entre la carne negra.