miércoles, 29 de enero de 2014

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Y así nos pasábamos horas, acribillando nubes con el polen que se desprendía de nuestras cabezas cuando el viento nos mecía sobre esta porción de tierra seca que por momentos es barro rancio de un pantano en algún país verde.
Sobre los sedimentos de esas flores que no se regalan ni se encuentran en jardines ajenos.

sábado, 18 de enero de 2014

Observaciones del padre de la penumbra

"Dentro de nuestras piedras preciosas encasillaremos demonios de larga sonrisa y corta devoción. No podremos, aunque queramos, evitar manchar las cumbres de nuestra satisfacción con el más dulce y deleitante de los venenos.
Arderemos. Arderemos como largas hojas en la más seca de las tempestades. Triunfaremos. Triunfaremos como campeones ante nosotros mismos, los orgullosos ángeles de hierro con insomnio.
Y tomaremos los peores vinos. Y perderemos las mejores manos. Y ya no existirá para nosotros el pecado porque hemos de olvidarnos que nuestras acciones son juzgadas por tinta, papel, sangre y estacas de plata sólida. Y romperemos promesas porque para cumplirlas hay que morirse sin romperlas; y eso es mucho tiempo. Y el tiempo es el dios más desconcertante de todos los dioses.
Desarrollaremos instintivamente el impulso de movernos como una serpiente sobre el barro sin que nos importe absolutamente nada. Nos arrastraremos y deslizaremos mientras metemos la lengua en cada rincón en el cual sea posible meterla para llenar el mundo con nuestra caliente saliva. Arderemos. Triunfaremos. Limpiaremos el lodo de nuestras escamas con sustancias peligrosas que nos lastiman, pero nos gustan; nos gustan tanto que nos esforzaremos por tener enormes cantidades en vasijas de oro sobre mesas de algarrobo.
Amaremos. Y amaremos también vivir en el recuerdo. Algunos en el recuerdo de gente que realmente les importa y otros en el recuerdo de gente que nunca conoció. Quedará también incrustado en el alma de nosotros, los orgullosos ángeles de hierro con insomnio, el recuerdo de una piel sobre nuestras escamas y un olor a pluma en particular. Y será la mejor de las piedras preciosas con el peor de los demonios dentro de ella. Nos desplomará y nos desintegrará el equilibrio para caer en un volcán sin fondo ese desafortunado demonio.
Entre nuestras heridas vivirán y morirán reyes y reinas de la botánica y la astronomía. Reiremos. Reiremos como reyes y gritaremos como reinas y princesas caprichosas sobre nuestros balcones soleados y nuestros licores de lluvia ácida. Espejismos fatales y pirámides esperan por nosotros. Frutas gordas y rojas nos broncearan el alma en el oasis de la incertidumbre y los largos viajes sobre las arenas más calientes y los más gélidos océanos. Será fresca, será hermosa la brisa en nuestro rostro desfigurado antes de que explote la tormenta sobre el débil esqueleto de nuestros hogares. Arderemos. Triunfaremos. Y nosotros, los orgullosos ángeles de hierro con insomnio, nos distinguiremos por el arduo intento de querer burlar al tiempo y a sus intensas reglas y condiciones.
Nos ahogaremos entre letras y números. Entre tinta y humo alzaremos la mano suplicando símbolos e intereses que nos despierten y nos mantengan rectos y despiertos. Rascaremos el ombligo de nuestras obsesiones con los dientes de las fieras más salvajes y los huesos de las criaturas más diminutas del planeta. Y tomaremos los mejores vinos. Y ganaremos las peores manos. Y pecaremos; pecaremos tanto que nos saldrán ampollas en los pies y enormes gotas en la frente cuando descansemos en lo más profundo e inquietante de la noche si es que, casualmente, logramos hacerlo.
Como arena en un reloj veremos nuestras rodillas desvanecerse con el paso de los años. Y así llenaremos de arena los ojos de las cabezas que pisamos sobre el barro. Y así nos llenaremos los ojos con arena de otras rodillas que se desvanecen sobre nuestras cabezas llenas de serpientes y barro.
Por eso lo lúcido y lo desquiciado debe de mezclarse. Por eso la luz y la oscuridad se funden en la penumbra: Para no excederse de valor y arder. Para no temer y triunfar. Para no perdernos en lo más extravagante de nuestros delirios de pecado. Para que nosotros, los orgullosos ángeles de hierro con insomnio, logremos dormir en paz."

Al terminar de leer estas palabras se sintió un poco desorientado y no le encontró mucho sentido al texto. Todo esto estaba tallado en un grueso tablón de madera que el joven, durante un paseo, había encontrado en medio de la inmensidad de un campo vacío. No parecía tampoco tener muchos años de antigüedad, y es por eso que esta persona supuso que había sido obra de algún artesano de los alrededores. Le llamó tan poco la atención que volvió a dejar el tablón de madera justo donde lo había encontrado para después subirse al caballo y volver al campamento con la familia.
No volvió a pensar en aquel texto hasta más tarde, en plena madrugada, estando solo frente a la fogata y tomando un trago: Estaba sumergido en la penumbra. En esa mezcla perfecta entre la luz del fuego y la oscuridad de la noche. Estaba inmerso en un color raro que teñía la tierra y los árboles, en un ambiente de eterna paz e inmenso equilibrio donde la nostalgia y la melancolía se bañan de un extraño consuelo y despiden una sonrisa leve como la luminosidad del momento ese en el que los años se congelan y el cuerpo parece desaparecer entre partículas de luz y oscuridad que copulan entre la suavidad de un aire sumamente estático. Ese mismo aire que respiramos nosotros, los orgullosos ángeles de hierro con insomnio.

domingo, 5 de enero de 2014

Breve situación de dos hombres tristes

Con suficientes heridas en la espalda como para alimentar a una centena de sanguijuelas, el hombre siguió caminando sin queja alguna con un ojo más abierto que el otro y una de las piernas casi sin vida que dibujaba una linea punteada sobre las calles de tierra. El sol le atormentaba la cara y los recuerdos de cristal se trizaban en su oído mugroso.
'Hay olor a lluvia', piensa... 'Hay olor a lluvia'. Y claro que llovió. Llovió desde la medianoche hasta las cuatro y treinta y nueve de la mañana.
Pasó con rumbo raro entre jazmines y lupinos de brea, soñando con algún cacho de tela que le limpie la jeta siempre reseca delante del sarro de los dientes. Todo se mueve, heliocéntrica y melancólicamente respetando sus mareos; se mueve todo como la bilis en el pecho, como el sexo con las cenizas y las botellas todo se mueve. Se pregunta una y mil veces, ¿que hace un hombre caminando sin rumbo llevando solo un encendedor de plástico y una petaca dorada? 'Por lo menos la petaca brilla', se contesta. Y claro que brilla. Brilla cuando la noche es tan larga que desaparece sin previo aviso; herida... herida y lastimada la noche por todos nosotros, los hombres y mujeres de los encendedores de plástico y las petacas doradas.
Camina y la petaca pesa. El sol molesta demasiado y los pájaros no dejan descansar la mente. '¿Que más se puede esperar de los pájaros que aman ser libres?', piensa. Y piensa terriblemente bien, asquerosamente lejos de lo errado.
'La petaca pesa', piensa. 'La petaca pesa y esta tan lastimada espalda no la soporta'. Se para frente a otro hombre que estaba de espaldas y deja caer la petaca en el suelo. La petaca impacta en el suelo y brilla aún más. El sonido estridente del impacto llama la atención del hombre que de espaldas miraba la nube negra que se asomaba rápido, muy rápido. Éste voltea todo su cuerpo y se asoma mirando fijamente al individuo de la espalda lastimada, excepto cuando se agachó para agarrar la petaca dorada y llevarla a su bolsillo. La mirada fija siguió por unos pocos segundos y sonrío levemente con cierta falsedad para volver a pararse exactamente donde estaba y seguir mirando la nube negra que se asomaba.
Con mucha precaución el hombre de la boca reseca se sienta sobre una roca procurando que no haya respaldo para que nada toque su espalda. Mira también la enorme nube negra que se asoma desde el norte opacando el brillo casi muerto de la petaca que todavía se dejaba observar por el pequeño agujero que el nuevo dueño de la petaca tenía en el bolsillo; y así, como si nada, una pequeña pero violenta ventisca comienza a mover las partículas más pequeñas de la tierra de la calle. En segundos, la pared de polvillo era densa, aunque no lo suficiente como para esconder la silueta del hombre que estaba parado de espaldas al hombre de la espalda lastimada que seguía sentado sobre la roca sin respaldo. Ahora la nube negra estaba justo encima de ellos mojándolos con una fresca tormenta. El hombre que yacía sentado agradeció que la tormenta ahuyente el molesto canto de los pájaros de la media mañana y le limpié las ropas, el pelo, la espalda, el alma... El hombre que estaba parado, en cambio, sintió la pesadez de la petaca dorada y el abrigo de denso algodón completamente empapado. Sacó la petaca de su bolsillo y la alzó mirando al hombre de la espalda lastimada, como brindando con él, como dedicándole el largo trago que a continuación le dió. Luego de esto, dejó caer la petaca y caminó en dirección a la autopista que lleva a la ciudad. Y así fue como su historia llegó a su fin dentro de esta historia. De ahora en más seguramente la autopista lo llevaría a la ciudad para vivir rodeado de humo, putas, encendedores dorados y petacas baratas, lejos de petacas brillantes que tienen una carga que es demasiado para él.
El hombre sentado de la espalda lastimada se quedó unos segundos observando la espalda del hombre que se alejaba. Cuando volteó la mirada no pudo fijar las retinas en otra cosa que no sea la petaca dorada que quedó tirada en el suelo dándole brillo a cada una de las gotas de la tormenta que la golpeaban y se dividían luego del impacto. Este recipiente ahora tenía como aura un arcoiris del tamaño de un disco de vinilo long play, y su enorme belleza atrajo inevitablemente la atención del hombre que se paró y lentamente camino hacia el para levantarlo, abrirlo y darle un trago lento y cálido.
Clara, pura y fuerte fue esa imagen: De un lado, las gotas de lluvia teñidas de rojo caían lentamente por su espalda. Del otro, las gotas saltaban desde la petaca teñidas de dorado a través de un pequeño arcoiris. Y esa fue su última fotografía luego de perder quién sabe cuantas docenas de milímetros de sangre, aferrado al peso de la petaca dorada en su mano derecha y a la sencillez del encendedor de plástico todavía seco entre la tormenta y dentro de uno de sus bolsillos; partió con una enorme sonrisa al saber que se fue sin poder resistirse al brillo de eso a lo que su corazón no pudo no aferrarse.