domingo, 12 de octubre de 2014

Caramelo de vidrio molido

-¡Sos un hijo de puta! ¡Eso es lo que sos!-
-¡¿Qué pretendés?! ¡¿Qué esté para vos cuando se te ocurra?! ¡No! ¡Sabés que no puedo, la concha de tu hermana!-
-¡Y, no! ¡Pero para coger bien que venís corriendo pedazo de forro!-
-¡Ah! ¡Y vos no hacés lo mismo, ¿no?!
-¡La otra vez te llamé porque estaba enferma y quería que me hagas un té! ¡Un puto té quería nada más!-
-¡Y, pero…-
-¡Un puto té! ¡Y yo con 39 grados de fiebre y aun así querías garchar! ¡Sos un hijo de mil puta!-
-Pero bien que te gusta garchar eh…-
Esto último, a pesar de lo terriblemente irónico que fue había sido la frase más calmada de la noche. Ella y él estaban discutiendo en el living de la casa de ella desde las 22:24 hs., y ya habían pasado once minutos de la medianoche.
-Ay no… Que asco que me das forro de mierda, sos lo peor.- Exclamó ella frunciendo todos los músculos del rostro mientras desviaba la mirada hacia otro lado.
-¡Y si te doy asco, ¿para que mierda me llamás, pelotuda?!-
-¡Porque a veces te extraño imbécil! ¡Y porque, según vos, también me extrañas!- Contestó ella antes de volver a mirarlo a los ojos.
-¡Sí! ¡Obvio que te extraño! ¡Pero sos muy hinchapelotas, carajo! ¡No puedo quedarme tanto tiempo acá con vos! ¡Entendelo mierda! ¡Entendelo!-
-¡No te pido mucho!- Repentinamente, un mar de lágrimas invadió sus rosadas mejillas. Se paró y se puso frente a él, como desafiándolo, como si no existiera llanto fuera o tristeza dentro de ella.
-¡No te pido mucho! ¡Nunca te pedí mucho, sorete de mierda! ¡¿Cómo le voy a pedir mucho a alguien que no me da nada?!- Quebró en llanto. Por cuarta vez en la noche quebró en llanto y se volvió a sentar tapándose la cara con las manos para después apoyar los nudillos sobre la mesa y mojar de nuevo el mantel. Él contestó golpeándose la frente con las dos manos y frotándoselas violentamente sobre toda la cara mientras miraba sin mirar el techo.
-¡Otra vez lo mismo! ¡Otra vez la misma mierda y el lloriqueo! ¡¿Toda la noche vas a estar así?! ¡¿Toda la noche?! ¡¿Te tengo que bancar así toda la noche?!-
Para el final de las efusivas preguntas, él había pasado de estar parado a estar sentado frente a ella golpeando la mesa a medida que hablaba-
-¡Pará un poco hijo de puta! ¡¿No podés tener un poco más de tacto?! ¡Toda la noche me trataste como el orto!-
Se paró y pateó una silla. Él permaneció sentado, nervioso e inmóvil mientras la escuchaba.
-¡Para esto no vengás una mierda, loco! ¡Toda la noche extrañándote para que caigás a las once de la noche con planteos pelotudos! ¡Que “te tengo cansado”!- Decía con tono burlesco- ¡Que “te sofoco”; que “necesitás tu espacio y no puede ser que te metas así”! ¡Al carajo, pelotudo, forro! ¡Ojala tuvieras razones para que te tenga cansado! ¡Ojala tuvieras una puta razón para que te tenga cansado! ¡Una solísima puta razón!-
Él se paró e imitándola, pateó otra silla que se chocó con la que ella había pateado hacía unos segundos, haciendo que las dos caigan al suelo.
-¡Sos una enferma de mierda! ¡Me tenés los huevos llenos! ¡Sos una enferma de mierda!-
-¡Y vos sos un hijo de puta! ¡Eso es lo que sos!
Las veinticuatro muelas de la habitación se friccionaban tan violentamente que la tensión del ambiente se adornó con un moribundo olor a vidrio molido; y el clímax de la ira había ya sobreexcedido el punto de ebullición de unas aguas que ninguno de los dos podía controlar.
-¡Me voy a la mierda! ¡Posta que me pudriste!-
-¡Ah! ¡¿Te vas a ir?! ¡¿Te vas a ir sin hacerte cargo, puto de mierda?!-
Él, sin hablar, respondió poniéndose la campera de espaldas y ya sin ganas de mirarla.
-¡Andate! ¡Andate rápido flor de culeado!-
Él se iba de su casa. Cruzó rápido el pequeño living, abrió la puerta que daba a la Avenida Roca y la cerró con una agresividad tan magnífica que los vecinos se asustaron.
Cinco décimas de segundo más después, ella abría la puerta para despedirlo.
-¡Ni se te ocurra volver! ¡Ni se te ocurra volver a llamarme! ¡Sos un hijo de puta! ¡Eso es lo que sos!-
Cinco décimas de segundo después ella cerraba la puerta y él ni siquiera se volteaba.
Una cuadra más adelante había un quiosco en el cual se compró una cerveza y un atado de cigarrillos.
Dos cuadras después le suena el celular. La mano que se metió en el bolsillo sabía exactamente de quién era la llamada, razón por la cual apretó el botón rojo para después configurar el teléfono en “Modo Silencio”.
Se sentó a esperar el colectivo en una esquina que no era la habitual para evitar que ella fuera detrás de él. El orgullo esa noche no se iría y el vehículo llegó después de dos o tres cigarrillos para dejarlo, como siempre, después de veinte minutos de viaje, exactamente frente a su destino.
Él había llegado a su casa. Cruzó despacio el enorme patio, abrió la puerta que daba a la calle Favaloro y la cerró con una tranquilidad tan magnífica que ni los grillos se asustaron.
Cinco minutos más tarde estaba fumando el último tabaco del día sentado en la mesa, en silencio, en un silencio más grande que el del celular que para ese momento tenía veintiún llamadas perdidas, ocho buzones de voz y cuatro mensajes de texto, todos del mismo número. Borró estos registros y subió a su habitación.
Allí se desvistió y se acostó. A su izquierda, una voz dulce como la verdad le hablaba mientras una cabellera negra como la mentira se le acurrucaba entre el hombro y el corazón.
-Mi amor… ¿Por qué tardaste tanto?