lunes, 27 de agosto de 2012

El vuelo de la polilla

Yo la vi. Esta aquí, nada más y nada menos que en esta habitación.
Es una pequeña polilla de color pardo grisáceo que se posaba muy tranquila encima del piano hace tan solo unos minutos; estaba inmóvil bajo un montón de partituras blancas, negras y aburridas, de compositores agrios y conservadores.
Cuando la vi me contagié de su carácter tieso y sin movimiento alguno me dediqué solo a observar su particular tamaño. Era más grande que el resto de las polillas y parecía estar comunicándose conmigo de alguna u otra manera; ignoré esto último cuando fui consciente de que solo era un insecto que perturbaba la paz de mi morada. Planteé entonces la idea de matarla y, consecuentemente, como hacerlo. Apagué la luz, salí del cuarto y fui en busca de un trapo viejo y sucio para darle simplemente un azote a ese par de alas polvorientas. Al volver encendí la luz y me acerqué para acariciar su blando cuerpo con un golpe fatal. Me retracté de inmediato cuando la polilla hizo algo que no había hecho hasta el momento: Se movió. Fue un movimiento tan calmo, tan mínimo y sutil que apenas lo pude distinguir; pero fue suficiente como para ver que detrás de esas sucias y asquerosas alas el ciclo de la vida todavía se manifestaba.
Di media vuelta, apagué la luz, cerré la puerta y volví a dejar el trapo con la misma velocidad con la que la puerta se cerró. Frente a la puerta de la habitación me esperaba otra puerta idéntica que me llevó hacia el encuentro de dos enamorados que hacían el amor sobre una triste balsa que flotaba perdida en las cálidas aguas del inmenso océano. Además de vapores ediondos y crustáceos, entre los cuerpos de los amantes había unas fúnebres telarañas que se mecían al ritmo del coito. Los dos eran negros y bellos, tal como el corazón del ébano; de alguna manera el hermoso color de las pieles hicieron que recuerde a mi amiga la polilla.
Deje que hicieran lo suyo sobre la triste balsa que flotaba perdida en las cálidas aguas del inmenso océano y me dispuse a entrar en la bañera. Cuando uno está sucio y algo cansado, un baño caliente es similar al consumo de alguna droga blanda: El cuerpo se relaja, la mente se dispersa y por un momento pareciera que estas dos grandes secciones del organismo entran en una efímera armonía.
Me recosté entre las partículas líquidas, cerré los ojos y sonreí. Sentía en cada uno de mis poros el calor del agua limpia que de poco se iba ensuciando con la mugre que se despegaba de mi cuerpo.
Al cabo de unos segundos abrí los ojos y allí estaba el mismo niño de siempre plasmado en el techo: Este niño siempre camina, camina y camina junto al vuelo de un globo naranja inflado con helio. Esta vez caminaba sobre una inmensa porción de tierra negra cubierta de un césped verde y frondoso. Tan inmensa era la porción de tierra negra cubierta de un césped verde y frondoso, que no se veía nada más. Incluso el cielo estaba hecho de tierra negra cubierta de un césped verde y frondoso. Era como si el niño caminara, caminara y caminara junto al vuelo de un globo naranja inflado con helio dentro de una burbuja hecha de tierra negra cubierta de un césped verde y frondoso. Lo malo esta vez, era que el niño lloraba a cántaros y sus enormes lágrimas estaban hechas de plomo. Las mismas caían violentamente sobre sus pies, lastimándolo y haciendo que sus pasos sean más lentos y tristes. La monotonía del panorama se rompía al ver que la imagen era cada vez más dramática lágrima tras lágrima. Los sollozos se hicieron más fuertes y progresivamente se fueron transformando en fuertes lamentos. Miré hacia un costado y noté que la pareja de negros bellos como el corazón del ébano había ya dejado de hacer el amor. El hombre degustaba marihuana acostado en la balsa y la mujer bebía ron dorado desparramada sobre el cuerpo del sujeto; tanto él como ella sonreían satisfechos. Pero ni bien oyeron el llanto del niño sus rostros cambiaron. Soltaron los estimulantes y los dejaron flotar sobre las cálidas aguas del inmenso océano para remar desesperadamente con brazos y piernas hasta llegar a la bañera. La mugre que salía de mi piel les dificultó un poco el trayecto, pero al fin y al cabo llegaron para socorrer al niño. Los dos secaron sus lágrimas e hicieron que sonría sobre la inmensa porción de tierra negra cubierta de un césped verde y frondoso, en el cual caminaron, caminaron y caminaron junto al vuelo del globo naranja inflado con helio durante varios minutos, para luego navegar en una triste balsa sobre las cálidas aguas del inmenso océano. Los saludé, me saludaron y decidí abandonar el agua de la bañera que, por culpa de la mugre que se despegaba de mi piel, quedó completamente negra, como el corazón del ébano.
Mientras me secaba con una toalla blanca pensaba en la rara gravedad del interior de la burbuja hecha de tierra negra cubierta de un césped verde y frondoso, ya que aunque el niño estuviera de cabeza, el globo flotaba hacia abajo y las lágrimas de plomo caían hacia arriba.
Me despreocupe rápidamente y volví a la habitación donde duermo la mayoría de las noches. Mi amiga la polilla, aquel insecto de color pardo grisáceo que increíblemente salvó su vida con un mínimo movimiento, ya no estaba posada sobre el piano. Me pregunté donde podría estar (después de todo, es una habitación de dos metros por dos metros… Aunque pensándolo bien, para su minúsculo tamaño esta habitación es todo un bosque de botellas vacías de vino, ropa sucia y libros sin usar) y sospeche que tal vez se encontraba naufragando en las cálidas aguas del inmenso océano o caminando, caminando y caminando en la inmensa porción de tierra cubierta de un césped verde y frondoso: “De ninguna manera”, me dije a mi mismo. Estaba seguro de que cerré la puerta de la habitación al salir. Además, cualquier ser vivo con capacidad de volar le dejaría el naufragio y la caminata a una especie tan inferior como la es el ser humano.
Yo la vi. Esta aquí, nada más y nada menos que en esta habitación.

lunes, 20 de agosto de 2012

La princesa del vino tinto

Vivía todo el tiempo rodeada de rosa. Rosa era su ropa, sus juguetes, su vajilla de plástico, la ropa de cama y hasta el pequeño babero que ya prácticamente no usaba, entre otras cosas.
Su pequeña habitación tenía ese aspecto: Un aspecto simplemente rosa. Desde que se despertaba hasta que volvía a dormir, todo se veía rosa. Incluso en la más profunda de las oscuridades se percibía el rosa por todos lados; la niña respiraba ese color todo el tiempo, día y noche desde que tiene memoria.
Ella pedía a gritos dentro de sí que compren las prendas de otro color. Quería que compren los escarpines blancos, los pequeños pantalones azules o el gorro rojo; pero claro, ¿Cómo hacerlo si todavía no sabía pronunciar ni una palabra? ¿Cómo hacerlo si todavía no manejaba del todo esa práctica cruel, que es el uso de las palabras? Sólo balbuceaba y movía las manos y los dedos en dirección a las prendas en cuestión, babeando y dando un espectáculo de ternura a los adultos; así fue como al poco tiempo se dio cuenta de que los grandes ya no manejamos ese idioma tan sub-desarrollado y cesó con los intentos.

Ya con una edad en la que desarrollo el uso de las palabras, estaba acostumbrada al color rosa (en todos y cada uno de sus matices). Su ropa seguía siendo rosa (aunque ya no en exceso), sus muñecas seguían vistiendo de rosa e incluso la torta de los 4 añitos también fue rosa (como las tres anteriores).
Además, para sorpresa mayor, todas sus compañeras de jardín tenían el pintorcito de color rosa. Cuando hablaban de colores, la casi unánime mayoría decía algo semejante: “Rosa!”, “Mi color favorito es el rosa!”, “A mí siempre me gustó el rosa, es el color más lindo”. Ella por su parte, también era parte de esta casi unánime mayoría; no porque no pudiera decir que no le gustaba, o que ya estaba cansada de él, sino porque por alguna razón las nenas que no elegían el rosa como color predilecto eran excluidas de varios juegos. Por más de que la señorita las vuelva a ‘reconciliar’ casi como obligación para que jueguen juntas, (tediosa política de los jardines de infantes) las niñas que no escogían el rosa eran agredidas de alguna u otra manera en los juegos; y ella no quería que eso le pasara.
Tenía la esperanza de algún día poder librarse de aquel color. No lo odiaba o rechazaba porque la costumbre era muy intensa, pero si esperaba realmente librarse de él en algún momento de su vida.
Sintió una enorme decepción cuando se dio cuenta de que su madre y la madre de su madre todavía usaban rosa a pesar de su edad, aunque no se lamentó demasiado porque estaba realmente acostumbrada al rosa y se daba cuenta de que los adultos si podían elegir por su cuenta que querían o no usar. Sea como sea, deseaba en algún momento dejar de estar rodeada de rosa.
Sin embargo, la supremacía del rosa en su vida de alguna manera no le permitía fascinarse con otros colores. Le parecían lindos muchos colores, y amaba la variedad de los mismos dentro del jardín. Disfrutaba de los momentos en el que los dejaban a ella y a sus compañeros usar los crayones y las temperas para pintar lo que se les ocurra (Obviamente, se quejaba cuando la cartulina que la señorita le abastecía era de color rosa; pero luego de haberse quejado dos veces seguidas por esto, la señorita entendió que de verdad le molestaba y entonces dejó de darle cartulina rosa como al resto de las nenas), y a pesar de usar todos y cada uno de los colores que no fueran el rosa, ninguno le llamaba del todo realmente la atención.
Una mañana dibujando, justamente, en el jardín, se cortó sin querer el dedo meñique de la mano izquierda con una hoja blanca. No fue un corte muy profundo, pero fue suficiente como para dejar caer una gota de sangre sobre el pintorcito rosa. A partir de ese instante, su mundo por segundos se redujo abismalmente esa inolvidable imagen: Una hoja blanca en la mano derecha, un pequeño y apenas doloroso corte en el dedo meñique de la mano izquierda y una gota de sangre en el pintorcito color rosa.
Miraba fijo la mancha dejándose hipnotizar por su extraño color. “¿Qué color es ese?”, se preguntaba. No exigía la atención suficiente como para considerarse rojo, ni era lo suficientemente muerto como para considerarse negro. Era simplemente aquel color fascinante que ella esperó conocer durante tanto tiempo, y estaba allí frente a ella, volviéndose cada vez más hermoso con el paso de los segundos.
Sintió, junto con su inocencia, que su vida había sido tal como esa pequeña mancha: Una linda y divertida mancha irregular rodeada excesivamente de rosa. La gota de sangre tampoco había elegido estar allí, simplemente se filtró en la herida y cayó sobre el pintor sin posibilidad alguna de elegir si estar o no empachada de rosa.
De ahí en adelante, se dedicaba a mezclar las temperas para lograr (aproximadamente) aquel color y así poder pintar sobre las cartulinas. Tomaba la tempera roja, la tempera negra y la tempera del violeta más oscuro de los violetas que había en la caja para luego mezclarlos a los tres y lograr aquel armonioso color del que se había enamorado, aquel color que ni siquiera sabía cómo se llamaba.
No usaba ya lápices, lapiceras o crayones porqué ninguno tenía él color en cuestión; y al mezclarlos, más que darle vida al color simplemente sentía que garabateaba.
Sus dibujos ahora tenían un solo color. Lo único que variaba eran los fondos porque dependían ya de la cartulina que la señorita le regale. De todas formas todos, absolutamente todos los dibujos diferían porque, además del fondo, ese nuevo color nunca quedaba con el mismo matiz de la mezcla anterior. Y eso le gustaba.
En su casa cuando no podía pintar, en cambio, buscaba el color en revistas, libros, películas o en la televisión.
Ahora que realmente podía elegir un color cuando iba de compras con la madre (porque tenía la capacidad para hacerlo y también un color que elegir) se dio cuenta que este color no era muy común en la ropa, en las vajillas de plástico o en la ropa de cama que para ella se vendía. No encontraba el color en casi ningún lado, y por esta simple razón sus dibujos pasaron a ser ahora esas sencillas cosas que venden en color rosa, pero con el color de sus sueños.
Las cartulinas en general llevaban consigo siluetas de remeras, pantalones, zapatillas, vajillas de plástico y ropa de cama del mismo color que tenía aquella gota de sangre desparramada sobre el pintorcito rosa.
Una mañana, entre el desayuno y el almuerzo, la niña mezclaba sobre la mesa las tres temperas: La tempera roja, la tempera negra y la tempera del violeta más oscuro de todos los violetas de la caja. La madre la miraba pintar mientras sonreía, apoyada sobre la heladera. El padre iba y venía porque se le hacía tarde para el trabajo y consecuentemente, no podía prestarle atención.
La madre miró al padre vagamente y le devolvió la atención a su hija mientras se le acercaba y exclamaba la típica pregunta de una madre hacía un hijo que se encuentra muy ocupado dibujando:
-Qué lindo mi amor! Ahora decime, ¿qué es?
-Es una mochila. Nunca vi una mochila de este color… ¿Vos si mamá?
-No me acuerdo… pero seguro que hay muchas!
La niña sentía como las caricias de su madre le enredaban el pelo, y entonces preguntó:
-Mami, ¿cómo se llama este color?
La adulta dudó, miró un poco la mochila imaginaria de la niña y respondió:
-Es bordó, me parece que se llama bordó.
-Es color vino tinto.
De fondo se escuchó la voz del padre que, mientras se ataba la corbata, no había visto todavía el dibujo de la mochila. Pero si había visto en cambio el resto de los dibujos, porque cada vez que llegaba cansado de una tediosa jornada laboral e iba a despedirla con un beso en la mejilla, la niña ya dormía con un dibujo color vino tinto en la mesita de luz. Siempre quiso comprarle a su hija remeras o zapatillas de color vino tinto y darle una sorpresa, pero realmente no se conseguía nada y debía resignarse con regalarle cosas del color que se creía era su color preferido; aquel color que no dibujaba, pero del que tampoco se quejaba: Rosa.
La madre no acotó más y besó la cabeza de su hija, antes de besar los labios del marido y acompañarlo a la pieza. La niña quedó allí, sola junto a su color. “Vino tinto”, repetía su dulce voz interna, “Color vino tinto”.
-No me gusta ese nombre, no te voy a decir “vino tinto”, es re feo. Te voy a decir “bordó”, como me dijo mamá.
Y siguió dibujando en cartulinas todo aquello que quería de color bordó y no estaba en el mercado.