domingo, 2 de diciembre de 2012

La caída

Si te sostengo no es para que no caigas, simplemente te estoy ayudando a subir para soltarte después en una caída más intensa.

El aire se hace más pesado y empieza a complicarse una acción que durante toda nuestra vida resultó tan sencillo y cotidiano: Respirar. Inhalar, exhalar; inhalar y exhalar para volver a inhalar y exhalar. No existe, creo, un ciclo tan circular como el de la respiración (aunque en estas alturas, estando tan alejado verticalmente del nivel del mar, ese círculo parece deformarse o entrecortarse muy sutilmente).

La vista se nos nubla, aunque todavía te veo subiendo conmigo, esperando algo que no va a suceder porque simplemente te voy a soltar y vas a caer. Me gustaría ver exactamente en que punto del globo terráqueo vas a colisionar; o que parte del cuerpo es aquella que dará de lleno contra el suelo (el suelo o el agua. O porque no, un árbol o la cima de alguna montaña que apunta en dirección a nuestro ascenso, ese ascenso que avanza en relación a la fuerza de tu futura caída), pero al parecer, desde tan alto no creo ser capaz de ver tal colisión. Desde este extremo nivel de altura los edificios son como hormigas que empiezan a difuminarse y a mezclarse visualmente con el relieve del continente entero: Miro más atentamente hacia abajo y ahí esta, gloriosa y radiante, toda Sudamérica, más hermosa que en los dibujos cartográficos y sin una sola frontera (que no sean los Andes o el Rio de la Plata)

Por el momento ascendemos, simplemente ascendemos y pienso en vos.

Llega, improvistamente, el momento de soltarte. El oxigeno es casi inexistente y el vértigo es ya aterrador. Cierro los ojos para que se haga más fácil realizar por fin este extraño deseo de verte caer: Cierro los ojos, simplemente cierro los ojos y te suelto entre gases livianos y un ciclo de respiración en el cual el círculo se transformo ya en una línea recta que roza el fin.

Pierdo el control de mi cuerpo. Me empiezo a marear con una sorprendente intensidad y una ráfaga me golpea el cuerpo. Abro los ojos, simplemente abro los ojos esperando que la caída nos separe y te estés alejando, que tu silueta sea cada vez más diminuta, tal como pasó con los edificios que se difuminaban y se mezclaban visualmente con el relieve del continente entero. Y así fue exactamente como te vi cuando abrí los ojos, pero era yo el que caía en picada hacia quien sabe que tipo de superficie que me esperaba en la inmensidad de Sudamérica. Ahora son vos junto con las estrellas las que se alejan. Siento ahora la fuerza de la gravedad con la misma intensidad que tenían mis ansias ante la aproximación de tu supuesta caída. Atravieso con violencia las nubes y te pierdo de vista, pierdo de vista ese cuerpo que permaneció y permanece suspendido en las alturas viéndome caer.

Sudamérica esta cada vez más cerca y vuelvo a distinguir los edificios de Buenos Aires y Sao Pablo. Estoy por caer de lleno en el globo terráqueo y el quebrar de mis huesos se va a oír entre los vientos, cruzará los mares y los desiertos anunciando mi lamentable muerte. No será más que otro sonido de la naturaleza que será ignorado.

¿Qué hago todavía manteniendo esta inexistente conversación con vos? Estas palabras carecen de sentido y no hacen más que darle peso a mi cuerpo, silencio al viento y fuerza a la gravedad que tira de mí como un títere de cuerda.

Espero simplemente que la casualidad o causalidad destroce mi cuerpo en el hábitat natural de esos animales que me verán como alimento y no como cadáver: Deseo fervientemente ser el alimento de colmillos carnívoros o garras carroñeras, hogar de gusanos, aroma putrefacto para enormes moscas y abono de inmensos árboles y pequeños hongos. Que mi muerte sea la vida de otros seres en ese ciclo circular que es más circular que la respiración: Vida, simplemente vida. Que mi carne sea la carne de las especies salvajes que merodeando vean mis extremidades fracturadas y mis órganos en la superficie, y no una simple noticia que no pueda explicar el suceso ni identificar este rostro deformado por el impacto sobre el cemento gris.

Por el momento caigo, simplemente caigo y pienso en vos.

Tal parece que mi deseo se hará realidad. Mi cuerpo esta justo encima de la selva amazónica. Atravieso la pared de humo producto de un incendio forestal, la pared de hojas de un árbol altísimo y un golpe cuyo impacto no llegué a sentir me quita automáticamente la vida.

Mi vista se oscurece pocos segundos, y ya la estoy recuperando en algo parecido a un purgatorio. Veo que aquel cuerpo que ya no me pertenece flota sobre una de las afluentes del río más enorme del globo terráqueo. En pocos segundos ese cuerpo (más conservado de lo que lo esperaba) pasa a ser propiedad de un pequeño cardumen de pirañas que devoran hasta el último de lo que solían ser mis huesos.
Muerte que da vida, ese hermoso círculo en el cual la naturaleza establece equilibrio y conexión.

La vista se me oscurece y siento que vuelvo a nacer. Volví a ser un embrión, el embrión hijo de alguna de las pirañas que me devoró. En la distancia veo tu cuerpo caer atravesando la pared de humo y la pared de hojas de aquel árbol altísimo, pero tu colisión es en tierra firme. Se oye el quebrar de esos huesos (que de ahora en más no te pertenecen) entre la inmensidad de la selva, y esta misma parece no notarlo. Solo una enorme ave esta emprendiendo vuelo tiritando del susto, y en su despegar esta volando sobre mí, un embrión que espera volver a verte en los ojos de algún yaguareté. Un embrión que esta naciendo para devorar y debe morir para mantener encendida la antorcha que ilumina la vida de la selva.