domingo, 31 de agosto de 2014

La ninfa de las cavernas

Fuera de la cueva el sol ardía radiante y secaba aún más la áridas tierras que me rodeaban.
Adentro, la caverna estaba extremadamente oscura, el suelo estaba repleto de larvas viscosas que caminaban entre los dedos de mis pies y por suerte el aceite todavía perduraba sobre la tela en la punta del bastón, aunque no fuera mucho el tiempo que le quedaba.
Mientras caminaba y meditaba sobre la extrema humedad del aire, noté que ya no sentía la hermosa viscosidad de las larvas ni oía el celestial y corto canto al momento de aplastarlas, sonido que en conjunto con el casi silencioso gemido de las telas al consumirse entre las llamas fueron los guías de aquella intrépida aventura; ahora mis pies calientes se reposaban sobre una esponjosa y espesa especie de arena que hacía mis pasos más lentos pero más cómodos de lo que se sentían en aquella viscosidad de víscera de insecto. Fueron solo unos segundos los que disfruté del relajante sedimento: En seguida las plantas de mis extremidades inferiores eran victimas de pinchazos dañinos y diminutos que no hacían más que molestar; y una simple molestia en aquel acogedor y profundo nido de paz y armonía era profundamente doloroso. Aunque, por suerte, la causa de tal molestia no era mas que la entrada hacia el encuentro con una necesidad fundamental. Unos pasos después sentí como mis pies se humedecían y se limpiaban de aquella viscosidad bañada en alguna especie de arena.
¡Si!- grité. Había sido lo primero que decía desde hace ya varias semanas. Me topé con un charco relativamente pequeño, con un manantial. Apoyé mi bastón sobre la pared mas cercana de aquella sucia caverna para lavar mi cara y mis manos en ese manantial que también era mío. Tanta era la euforia que fluía en mí que olvidé verificar si el agua era sana para el indispensable uso que le daba, aunque no hacía falta tampoco. Dicen que el agua es insípida, pero aquella que probé en las entrañas de la tierra era tan exquisita como una cena caliente, tan exquisita como el Vodka recorriendo una por una mis neuronas en el bar mas hediondo de aquellos inviernos de Moscú que tanto añoraba.
"Hora de seguir marchando", me dije mientras tomaba los últimos sorbos del agua con la que me hallaba fascinado. Tomé de nuevo el bastón y con ayuda de la luz que de él salía comencé a caminar sobre la arena húmeda. ¿Quién sabe con que otro terreno se chocarían mis pies? Esa era una divertida inquietud.
Avancé tan solo un par de pasos antes de que estos pensamientos y la silenciosa atmósfera de la caverna se vean corrompidos por un intenso ruido que se oyó como si una enorme piedra cayera sobre la superficie del manantial dejando sus aguas inquietas.
Al voltearme para ver que era lo que había perturbado pude ver solo una silueta indefinida entre la oscuridad, aunque había algo pequeño brillando en el aire. Roté el cuerpo entero y caminé hacia las orillas del manantial con el fuego del bastón en proa hasta que la llama me mostró la figura de una mujer negra como el petróleo que estaba parada en el centro del charco. Sus ojos se fijaron en mí acompañados de gestos neutros e inexpresivos que no llegaron a asustarme.
Me acerqué un poco más y me detuve cuando estuve lo suficientemente cerca de ella como para que el fuego del bastón me permita verla con claridad: Ella era calva y estaba desnuda. Solo traía consigo un escudo que al parecer estaba hecho de hueso y forrado con piel de cebra.
El reflejo del fuego era intenso en sus ojos que se estancaron en los míos. Alzó el mentón y con fiereza exclamó una frase que no pude comprender:
-Emuva zibe izingalo zami, emuva ngo emanzini. Lelo Umzila luyingozi.- No supe que hacer más que mirarla desconcertado.
-Emuva zibe izingalo zami, emuva ngo emanzini. Lelo Umzila luyingozi.- Repitió mientras bajaba el mentón sin dejar de mirarme. Hubo un momento de silencio y tensión en el que pensé que lo mejor sería dejar atrás a la mujer y seguir mi camino a través de la caverna aunque me intimidara mucho su aspecto de mercenaria. Comencé a retroceder despacio, aferrando los metatarsos en la arena húmeda sin desviar la vista.
-Emuva zibe izingalo zami, emuva ngo emanzini. ¡Lelo Umzila luyingozi!- Ella continuaba exclamando y yo continuaba retrocediendo sin que dejemos el uno de mirar al otro a pesar de que la distancia que aumentaba progresivamente oscureciera nuestro contacto visual. De a poco la arena se sentía seca y perdía la silueta de la mujer negra entre las tinieblas aunque sus ojos brillaban todavía radiantes en la lejanía.
-¡Lelo Umzila luyingozi! ¡Lelo Umzila luyingozi! ¡Emuva ngo emanzini!- El eco de sus gritos se deslizaba en las paredes de la cueva al mismo tiempo en el que, seguramente, sus ojos de fuego veían como la antorcha y yo nos encaminábamos en lo más profundo de la fosa en busca del sol de aquel día soleado que se ocultaba de nosotros. De un segundo a otro, el brillo de sus ojos desapareció y me volteé para caminar ahora de frente hacia quién sabe donde.
Las larvas volvieron a cubrir el suelo tal como lo habían hecho del otro lado del manantial. La viscosidad era de nuevo una extensión de mi cuerpo y el sonido de las larvas aplastadas era otra vez mi compañero en el ambiente que paso tras paso se apestaba de una humedad insoportable. El oxigeno era cada vez menor y como consecuencia me costaba respirar, tanto a mí como al fuego de la antorcha: Faltaba ya casi nada de tiempo para que esta se extinga y me dejara a la deriva, con una ruta desconocida al frente y una mujer cuya lengua no comprendía a mis espaldas.
El tamaño de las larvas era cada vez mayor y su textura más rígida. Ya no eran tan viscosas e incluso dolía pisar esas corazas que ahora hacían un sonido crocante e incomodo. El fuego agonizaba y la humedad se apoderaba de mi pecho desgarrándome la respiración.
La llama por fin se apaga y mi cuerpo no puede hacer otra cosa que no sea suspenderse en el mismo lugar en donde la luz falleció. Unos segundos más tarde comencé a hundirme en la densa capa de insectos mientras estos subían por mi cuerpo a través de las piernas, así que tuve que soltar el bastón que ya no me servía y ahuyentar a todo aquel bicho que intentaba escalar en mí.
Perdí el sentido de la orientación al forcejear con los cientos de insectos usando todo mi cuerpo. Ya no sabía en que dirección apuntaban mis ojos y, para colmo, estaba perdiendo la batalla contra aquellas larbas maduras. Estaba hundiéndome con la sensación de que no encontraría fondo, con la sensación de que la viscosidad y las corazas cubrirían hasta el último de mis cabellos.
De pronto, entre el arduo forcejeo y la intensa oscuridad pude ver un par de luces que se asomaban. Era, seguramente, mi última esperanza; eran, seguramente, los ojos de la negra cuya lengua no pude comprender.
Ella parecía no tener apuros. Se acercaba lentamente mientras sentía que las larvas cubrían ya mi ombligo y llegaban de a poco al pecho. Sus pupilas de fuego estaban todavía lejos y todo parecía indicar que no llegarían para mi socorro porque lo único que tenía libre eran la cabeza y los antebrazos, aunque por suerte me equivoqué al sentir que toqué fondo con las plantas de los pies sobre una superficie firme y caliente. Podía entonces permanecer ahí a la espera de aquella que, según supuse, me salvaría de tal calvario.
Pasaron unos segundos en los que me dediqué a escupir a todos aquellos insectos que intentaban hurgar en mi boca hasta que, por fin, vi muy de cerca y desde abajo la mirada encendida de la negra sin poder ver su rostro. Me tomó de los antebrazos extirpándome de esa insoportable horda de insectos, me cargó sobre uno de sus hombros y empezó a caminar sobre las larvas mientras yo me dedicaba a quitar esas pocas que me habían quedado adheridas al cuerpo.
Sus brazos eran pequeños y suaves pero la firmeza y fuerza de los mismos eran extraordinarios. Sentía en su piel oscura la misma fiereza con la que había exclamado aquella frase que no comprendí; la mujer ahora permanecía en silencio al, seguramente, haber entendido que aquella lengua que usaba no era comprendida por mí.
Creía que nos dirigíamos al manantial de la caverna, pero estaba equivocado: La humedad del aire se hacía cada vez más densa y el sonido crocante de las larvas maduras era más intenso. A lo lejos se veía arder unos leños que me daban a entender que estaba todavía un poco lejos del brillo del sol.
Al acercarnos de a poco al resplandor del fuego me di cuenta que la persona que me cargaba no era la negra, si no que era un hombre blanco no muy viejo que comencé a interrogar rogando que hablara en mi idioma.
-¿Hola?-
-¡Uh! ¡Ah¡ !Oh¡ Creí todo este tiempo que estabas inconsciente pequeño insecto curioso cansado perdido. Mi nombre es Zebilú y vivo aquí hace ya varios años varias horas varios días cansado... ¿Y tú?- Lo tomé por loco. El hombre hablaba con una excentricidad tan impactante que al principio me costó mantener fluidez en la conversación.
-Yo soy Roco, y solo quiero encontrar la salida de la caverna para disfrutar del sol.
-¡Oh! Afuera si que esta caliente el aire y la arena y los insectos y el estiércol. Se como salir, hace mucho tiempo que me quiero ir pero no puedo no debo no sería capaz.
-¿Me puede dejar bajar? Creo que ya puedo caminar solo...- El sonido crocante de las larvas maduras había cesado y además ya estábamos casi al lado del fuego. Noté que en las paredes de la caverna abundaban pinturas rupestres y frases que no comprendía.
-¡Uh! Claro, claro que te dejaré bajar Rolo...-
-Roco.-
-¡Ah! Claro, claro que te dejaré bajar Roco...- Me bajó de sus hombros con cortesía y me apoyó en el suelo que ya era de piedra y estaba tibio. Era placentero apoyar los pies ahí.
-Dijo que sabe como salir. ¿Podría por favor ayudarme?-
-¡Oh! Claro que te ayudaría Rosso, claro que te ayu-
-Roco.-
-¡Ah! Claro que te ayudaría Roco, claro que te ayudaría a ver el sol, pero te pido que también me ayudes porque quiero también irme. ¡Oh! Claro que también quiero irme pero no puedo.- La última oración sonó como el berrinche de un nene; aunque sonó también realmente triste y llegó a preocuparme.
-¿Y porqué no puede irse?-
-¡Uh! Allí afuera nadie querría pasar tiempo conmigo, se burlarían de mi y de mis caprichos y de mi graciosa postura y mis graciosos pies y mi graciosa forma de hablar. ¡Lo se porque más de una vez salí a buscar madera para el fuego y para mis esculturas! ¡Solo se ríen y me dejan solo! ¡Oh! ¡Eterna desdicha la que me toca vivir y comer y andar pintando por los suelos! Solo me aceptarían por mis esculturas. ¡Uh! Tan solo si ellos las vieran. Hermosas esculturas las que hago y las que corto y las que quemo.-
-¿Y porqué no se las muestra entonces?-
-¡Las quemo, Rombo! ¡Las quemo porque no estarían completas si no las quemara! !Uh¡ !Ah! ¡Oh! Si vieran todos lo hermosas que se ven cuando arden. Es un espectáculo hermoso divino traído del cielo resplandeciente.- Zebilú se sentó en un tronco.
-Y tampoco puedo sacar los pies en la arena caminar hacia la gente y mostrárselas porque no puedo sin ella, Rogo.-
-Roco.-
-¡Ah! Claro, claro Roco.-
-¿Se refiere a la negra que esta más atrás?-
-¡Claro que si! ¡Es ella es la ninfa es el rocío negro que ilumina es el sol oscuro de la caverna! ¡Uh! ¡Si supieras la pasión que en el corazón me nace cuando acaricia mi pecho! ¡Ah! !Si supieras lo hábiles que se vuelven mis manos cuando me baña en sus aguas! ¡Oh! !Si supieras las ideas que se encienden en mi cabeza cuando sus ojos de fuego me miran!- El hombre se paró y ahora me hablaba mirando el techo de la cueva con las manos en alto.
-¡Hace semanas enteras que intento esculpir algo sin su bendición y no puedo y no nace de mí nada y mis pies se ahogan! ¡Tengo que aprender a vivir sin ella para poder salir a mostrarle al mundo bajo el sol y bajo la luna mis esculturas! ¡Oh! ¡Tan solo si las vieran arder, ya no se reirían de mí y de mis caprichos y de mi graciosa postura y mis graciosos pies y mi graciosa forma de hablar!- Empezó a llorar.
-¡Pero ella es de aquí es de las aguas de la caverna es de la humedad y de las larvas! ¡Nunca me acompañaría hasta donde vive la gente porque ella es de la piedra y el polvo y la tierra! ¡Oh! ¡Eterna desdicha la mía!- No supe que hacer porque apenas conocía al tipo y además tampoco había visto alguna de sus esculturas.
Zebilú siguió llorando desconsoladamente hasta terminar arrodillado frente al fuego.
-¡Uh! ¡Ah! ¡Es insoportablemente malo estar sin su piel de olor a tierra sin la piel del escudo blanco y negro sin mi piel húmeda de sus aguas!-
Desde las tinieblas se asomaba una mirada fuerte y brillante. Los ojos se asomaron tanto que unos instantes después, gracias a las llamas, se empezó a definir la negra piel de la negra mojada en humedad que se acercaba con el enorme escudo de piel de cebra.
-Zebilú...- Dije, y el hombre quitó las manos de sus ojos mojados en llanto y me miró. Hice un gesto apuntando a la mujer y, ni bien la vió, salió corriendo y la abrazó arrodillado, apoyando el rostro y las lágrimas en el vientre de la negra que en seguida lo abrazó, lo acobijó con su escudo y le acarició los cabellos mientras vertía en él una importante ración de agua seguro proveniente del manantial.
-¡Uh! ¡Ah! ¡Oh!- Zebilú le besó el vientre, las piernas, el pecho, el rostro, las manos, los pechos, el rostro de nuevo y la manos también. Corrió hacia un pequeño baúl y sacó unas herramientas antes de acomodar un enorme tronco sobre una estructura de hierro que al parecer le servía de atril, en una zona bastante oscura de la caverna. Sacó del baúl un pequeño serrucho, un martillo y un formón.
Los pequeños trozos de madera y el aserrín volaban por doquier. La humedad del lugar se infestó del sudor del hombre que no paraba de trabajar en otra de sus esculturas, la primera de la cual yo sería testigo. La negra ya no estaba, se fue como llegó, sin emitir sonido alguno y dejando a Zebilú loco de inspiración frente al fuego que iluminaba y calentaba las paredes rocosas de la caverna.
El hombre terminó rápido su trabajo y la zona donde estaba terminado estaba tan oscura que no pude ver el resultado final; aunque rápidamente tiró las herramientas y sacó de su bolsillo un líquido con el cual roció su obra. Después prendió fuego la punta de una pequeña rama para apoyarla sobre su escultura: En seguida estalló una enorme hoguera que tenía entre sus llamas un elefante con los colmillos rotos que estaba parado con sus dos patas traseras sobre el sol. Me acerqué fascinado por la excelencia de sus detalles y por lo realmente hermoso que se veía mientras la combustión lo convertía en brasas.
Cuando estuve lo suficientemente cerca noté que había algo escrito sobre el sol:


Abran paso a las brasas
Ábranse, oigan los rezos
vean los rostros
Sientan las almas en llamas
oigan la leña arder
vean los rostros
los rostros que se queman en las brasas
El llanto hecho humo
Las brasas
Las caras que se queman en las brasas


Mientras terminaba de leer noté que una luz más fuerte que el fuego me golpeaba de costado. Me volteé entrecerrando los ojos y vi que, a pocos pasos, el sol se filtraba por una enorme entrada que se delataba porque Zebilú había corrido una roca gigantestca.
-¿Tan cerca estaba la salida?- Pregunté sorprendido.
-¡Oh! Claro que lo estaba, Ronco pequeño insecto curioso. No te lo dije para que te quedes a ayudarme, pero ya no necesito ayuda. ¡Todo lo que quiero esta aquí! ¡Ah, para que preocuparme por aquellas sanguijuelas negras eternas negras sanguijuelas que solo se ríen de mí! ¡Para que si tengo mi negra ninfa eterna sol oscuro de la caverna! ¡Si quieren ver la hermosura de mis esculturas, que aquí vengan bienaventurados como tú llegaste sin caballo ni yelmo ni camello y con los pies valientes y desnudos! ¡Vete, amigo mío único que vió el fuego de mis obras arder, vete y vuelve cuando quieras!-

Salí oyendo como la piedra cerraba la salida de la caverna volviéndola a sumergir en la más profunda de las oscuridades. Afuera el sol ardía sin piedad, tal como lo esperaba y lo esperé durante semanas. A unos pocos kilómetros, en un horizonte cercano, entre el ardor amarillo de la arena y el azul del cielo se podía ver un pequeño pueblo. Comencé a caminar hasta él con la certeza de que volvería a pisar las larvas y a respirar la densa humedad del interior de aquellas cavernas rocosas.

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