domingo, 5 de enero de 2014

Breve situación de dos hombres tristes

Con suficientes heridas en la espalda como para alimentar a una centena de sanguijuelas, el hombre siguió caminando sin queja alguna con un ojo más abierto que el otro y una de las piernas casi sin vida que dibujaba una linea punteada sobre las calles de tierra. El sol le atormentaba la cara y los recuerdos de cristal se trizaban en su oído mugroso.
'Hay olor a lluvia', piensa... 'Hay olor a lluvia'. Y claro que llovió. Llovió desde la medianoche hasta las cuatro y treinta y nueve de la mañana.
Pasó con rumbo raro entre jazmines y lupinos de brea, soñando con algún cacho de tela que le limpie la jeta siempre reseca delante del sarro de los dientes. Todo se mueve, heliocéntrica y melancólicamente respetando sus mareos; se mueve todo como la bilis en el pecho, como el sexo con las cenizas y las botellas todo se mueve. Se pregunta una y mil veces, ¿que hace un hombre caminando sin rumbo llevando solo un encendedor de plástico y una petaca dorada? 'Por lo menos la petaca brilla', se contesta. Y claro que brilla. Brilla cuando la noche es tan larga que desaparece sin previo aviso; herida... herida y lastimada la noche por todos nosotros, los hombres y mujeres de los encendedores de plástico y las petacas doradas.
Camina y la petaca pesa. El sol molesta demasiado y los pájaros no dejan descansar la mente. '¿Que más se puede esperar de los pájaros que aman ser libres?', piensa. Y piensa terriblemente bien, asquerosamente lejos de lo errado.
'La petaca pesa', piensa. 'La petaca pesa y esta tan lastimada espalda no la soporta'. Se para frente a otro hombre que estaba de espaldas y deja caer la petaca en el suelo. La petaca impacta en el suelo y brilla aún más. El sonido estridente del impacto llama la atención del hombre que de espaldas miraba la nube negra que se asomaba rápido, muy rápido. Éste voltea todo su cuerpo y se asoma mirando fijamente al individuo de la espalda lastimada, excepto cuando se agachó para agarrar la petaca dorada y llevarla a su bolsillo. La mirada fija siguió por unos pocos segundos y sonrío levemente con cierta falsedad para volver a pararse exactamente donde estaba y seguir mirando la nube negra que se asomaba.
Con mucha precaución el hombre de la boca reseca se sienta sobre una roca procurando que no haya respaldo para que nada toque su espalda. Mira también la enorme nube negra que se asoma desde el norte opacando el brillo casi muerto de la petaca que todavía se dejaba observar por el pequeño agujero que el nuevo dueño de la petaca tenía en el bolsillo; y así, como si nada, una pequeña pero violenta ventisca comienza a mover las partículas más pequeñas de la tierra de la calle. En segundos, la pared de polvillo era densa, aunque no lo suficiente como para esconder la silueta del hombre que estaba parado de espaldas al hombre de la espalda lastimada que seguía sentado sobre la roca sin respaldo. Ahora la nube negra estaba justo encima de ellos mojándolos con una fresca tormenta. El hombre que yacía sentado agradeció que la tormenta ahuyente el molesto canto de los pájaros de la media mañana y le limpié las ropas, el pelo, la espalda, el alma... El hombre que estaba parado, en cambio, sintió la pesadez de la petaca dorada y el abrigo de denso algodón completamente empapado. Sacó la petaca de su bolsillo y la alzó mirando al hombre de la espalda lastimada, como brindando con él, como dedicándole el largo trago que a continuación le dió. Luego de esto, dejó caer la petaca y caminó en dirección a la autopista que lleva a la ciudad. Y así fue como su historia llegó a su fin dentro de esta historia. De ahora en más seguramente la autopista lo llevaría a la ciudad para vivir rodeado de humo, putas, encendedores dorados y petacas baratas, lejos de petacas brillantes que tienen una carga que es demasiado para él.
El hombre sentado de la espalda lastimada se quedó unos segundos observando la espalda del hombre que se alejaba. Cuando volteó la mirada no pudo fijar las retinas en otra cosa que no sea la petaca dorada que quedó tirada en el suelo dándole brillo a cada una de las gotas de la tormenta que la golpeaban y se dividían luego del impacto. Este recipiente ahora tenía como aura un arcoiris del tamaño de un disco de vinilo long play, y su enorme belleza atrajo inevitablemente la atención del hombre que se paró y lentamente camino hacia el para levantarlo, abrirlo y darle un trago lento y cálido.
Clara, pura y fuerte fue esa imagen: De un lado, las gotas de lluvia teñidas de rojo caían lentamente por su espalda. Del otro, las gotas saltaban desde la petaca teñidas de dorado a través de un pequeño arcoiris. Y esa fue su última fotografía luego de perder quién sabe cuantas docenas de milímetros de sangre, aferrado al peso de la petaca dorada en su mano derecha y a la sencillez del encendedor de plástico todavía seco entre la tormenta y dentro de uno de sus bolsillos; partió con una enorme sonrisa al saber que se fue sin poder resistirse al brillo de eso a lo que su corazón no pudo no aferrarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario